Mi madre me lo repitió hasta el cansancio, o hasta que se dio cuenta de que ya era adulto y la decisión ya no dependería de ella. “Ahí tienes todos los documentos míos, de tu padre y de tus abuelos. Sería muy bueno que tengas la doble ciudadanía, no te cuesta nada hacer el trámite”, me decía Joaquina (Ascensión su segundo nombre, Fernández Vega Alonso sus apellidos, para que quede claro su origen, y el mío, obvio). Junto con mi padre, Andrés María Cortina Lángara, y mis cinco hermanos mayores habían llegado en barco a Buenos Aires en 1956. Un año después nació otra hija, que murió a los pocos meses. Y luego yo. El séptimo, y el único argentino. “Bueno, seguro tendrás la doble nacionalidad”, era la pregunta obligada de amigos u ocasionales interlocutores. No era fácil explicar que no. Aquí va la historia.
Atrás habían dejado la guerra civil, fusilamientos y destierros a manos del franquismo y buscaron aquí rehacer sus vidas junto a mi abuela materna y mis tíos, que habían llegado pocos años antes. Andrés consiguió trabajo rápidamente en Sasetru, antes de que la empresa se transformara en uno de los principales grupos fabricantes de alimentos. “En aquellos tiempos era bajar del barco y entrar en Sasetru. Fue la situación de mucha gente, porque era una empresa de inmigrantes, ese era su espíritu”, recuerda hoy Jorge Martín Salimei, hijo de uno de sus fundadores.

Tal vez fueron los avatares políticos y militares de la Argentina en aquellos años los que llevaron a mi madre a insistir con que yo tomara su misma nacionalidad. Primero fueron los enfrentamientos de “azules” y “colorados” dentro del Ejército, entre 1962 y 1963. “Todos adentro que viene el golpe”, nos arrastró mi abuela de urgencia a los chicos que jugábamos en la calle. Diez años después venía el peronismo y, en el recuerdo de mis padres, eso era sinónimo de Franco, de donde ellos habían huido.
La familia se movilizó al consulado español en Buenos Aires a renovar pasaportes. Menos uno: como “único argentino”, mis padres me llevaron a sacar mi primer pasaporte al Departamento de Policía (así era entonces). Había que estar preparados por si había que desandar el Atlántico. Mis hermanos casi que se habían “atrincherado” en rebelión: ya se consideraban más argentinos que españoles. De hecho, el mayor ya se había casado. Yo no tenía mucha chance de unirme, pero tampoco me gustaba la idea.
El nuevo exilio (a la inversa) no se concretó nunca. Pero la insistencia con mi doble ciudadanía se intensificó, dado que debía tomar la opción antes de los 18 años. Pero no lo hice. Tenía miedo de perder algo en el camino, que me pasara lo mismo que a Joaquina, que entre idas y venidas pareció instalarse en el medio del océano: “Cuando estoy aquí, extraño a mis hermanas que están allá. Cuando estoy en Galicia, a los pocos días extraño a mis hijos”, era su expresión, cuando, al tiempo de morir su amor de toda la vida, no sabía bien dónde ubicarse.
En algún descanso entre viajes sucedió el diálogo del principio. Me entregó un sobre con fotocopias de todos los documentos familiares. Algunos eran partidas de nacimiento anotadas en la iglesia del pueblo, algo común en la época en que España era un país de fe cristiana.
El sobre estuvo guardado por años en un cajón del ropero de mi dormitorio. “SI no querés vos, hacelo por tus hijos”, me decían. Pero había perdido la oportunidad.
Seguía con dudas. El sobre estuvo guardado por años en un cajón del ropero de mi dormitorio. “Si no querés vos, hacelo por tus hijos”, me repetían mi mujer, amigos y parientes. Había perdido la oportunidad al ser mayor de edad. Pero los tiempos cambian, y en las Cortes españolas se abrió la llamada ley de nietos.
Pensé entonces que no se trataba de perder, sino de sumar. Podría seguir sintiéndome argentino, pero honrando la memoria de mi familia con esos relatos que me acompañan desde siempre y están en mi corazón. Ya saqué el turno para el trámite. El plazo vence este miércoles a la medianoche.
Mi madre me lo repitió hasta el cansancio, o hasta que se dio cuenta de que ya era adulto y la decisión ya no dependería de ella. “Ahí tienes todos los documentos míos, de tu padre y de tus abuelos. Sería muy bueno que tengas la doble ciudadanía, no te cuesta nada hacer el trámite”, me decía Joaquina (Ascensión su segundo nombre, Fernández Vega Alonso sus apellidos, para que quede claro su origen, y el mío, obvio). Junto con mi padre, Andrés María Cortina Lángara, y mis cinco hermanos mayores habían llegado en barco a Buenos Aires en 1956. Un año después nació otra hija, que murió a los pocos meses. Y luego yo. El séptimo, y el único argentino. “Bueno, seguro tendrás la doble nacionalidad”, era la pregunta obligada de amigos u ocasionales interlocutores. No era fácil explicar que no. Aquí va la historia.Atrás habían dejado la guerra civil, fusilamientos y destierros a manos del franquismo y buscaron aquí rehacer sus vidas junto a mi abuela materna y mis tíos, que habían llegado pocos años antes. Andrés consiguió trabajo rápidamente en Sasetru, antes de que la empresa se transformara en uno de los principales grupos fabricantes de alimentos. “En aquellos tiempos era bajar del barco y entrar en Sasetru. Fue la situación de mucha gente, porque era una empresa de inmigrantes, ese era su espíritu”, recuerda hoy Jorge Martín Salimei, hijo de uno de sus fundadores.Tal vez fueron los avatares políticos y militares de la Argentina en aquellos años los que llevaron a mi madre a insistir con que yo tomara su misma nacionalidad. Primero fueron los enfrentamientos de “azules” y “colorados” dentro del Ejército, entre 1962 y 1963. “Todos adentro que viene el golpe”, nos arrastró mi abuela de urgencia a los chicos que jugábamos en la calle. Diez años después venía el peronismo y, en el recuerdo de mis padres, eso era sinónimo de Franco, de donde ellos habían huido.La familia se movilizó al consulado español en Buenos Aires a renovar pasaportes. Menos uno: como “único argentino”, mis padres me llevaron a sacar mi primer pasaporte al Departamento de Policía (así era entonces). Había que estar preparados por si había que desandar el Atlántico. Mis hermanos casi que se habían “atrincherado” en rebelión: ya se consideraban más argentinos que españoles. De hecho, el mayor ya se había casado. Yo no tenía mucha chance de unirme, pero tampoco me gustaba la idea.El nuevo exilio (a la inversa) no se concretó nunca. Pero la insistencia con mi doble ciudadanía se intensificó, dado que debía tomar la opción antes de los 18 años. Pero no lo hice. Tenía miedo de perder algo en el camino, que me pasara lo mismo que a Joaquina, que entre idas y venidas pareció instalarse en el medio del océano: “Cuando estoy aquí, extraño a mis hermanas que están allá. Cuando estoy en Galicia, a los pocos días extraño a mis hijos”, era su expresión, cuando, al tiempo de morir su amor de toda la vida, no sabía bien dónde ubicarse.En algún descanso entre viajes sucedió el diálogo del principio. Me entregó un sobre con fotocopias de todos los documentos familiares. Algunos eran partidas de nacimiento anotadas en la iglesia del pueblo, algo común en la época en que España era un país de fe cristiana.El sobre estuvo guardado por años en un cajón del ropero de mi dormitorio. “SI no querés vos, hacelo por tus hijos”, me decían. Pero había perdido la oportunidad.Seguía con dudas. El sobre estuvo guardado por años en un cajón del ropero de mi dormitorio. “Si no querés vos, hacelo por tus hijos”, me repetían mi mujer, amigos y parientes. Había perdido la oportunidad al ser mayor de edad. Pero los tiempos cambian, y en las Cortes españolas se abrió la llamada ley de nietos.Pensé entonces que no se trataba de perder, sino de sumar. Podría seguir sintiéndome argentino, pero honrando la memoria de mi familia con esos relatos que me acompañan desde siempre y están en mi corazón. Ya saqué el turno para el trámite. El plazo vence este miércoles a la medianoche. Cultura

