Charles Darwin empezó a formular sus ideas sobre la selección natural en 1838, analizando las observaciones que hizo particularmente en Sudamérica en su viaje alrededor del mundo a bordo del buque de investigación científica HMS Beagle. Por ese entonces también se convirtió en secretario de la Sociedad Geológica de Londres, un cargo que conllevaba importantes responsabilidades, y presentó varios estudios importantes, mientras adelantaba otras investigaciones.
En medio de toda esa actividad, ese año, un asunto más personal ocupaba sus pensamientos. ¿Cuán conveniente era tener una compañera de vida? ¿Cuál sería el posible impacto del matrimonio en su vida y obra? En abril, garabateó unas notas en lápiz en las que mencionaba los beneficios de vivir solo y las limitaciones que implicaría no hacerlo.
En julio, volvió al tema pero esa vez de una manera más acorde a una de las mentes científicas más ordenadas del siglo XIX: el naturalista de 29 años hizo dos listas para resolver esa importante cuestión. Bajo el encabezado Casarse, apuntó las siguientes ventajas con una honestidad brutal:
- Niños (si Dios quiere).
- Compañera constante (y amiga en la vejez) que se interesará en uno.
- Objeto para ser amado y con quien jugar (mejor que un perro de todos modos).
- Hogar y alguien que cuide la casa.
- Los encantos de la música y la charla femenina.
Y luego reflexionó: “Estas cosas son buenas para la salud, pero una terrible pérdida de tiempo. Dios mío, es intolerable pensar en pasarse la vida entera, como una abeja castrada, trabajando, trabajando, y nada después de todo”, continuó. “No, no lo haré”.
Entonces, comparó dos escenarios: “Imagínese vivir todo el día solitario en una casa sucia de Londres. Imagínese una esposa agradable y suave en un sofá, con una buena chimenea, y libros y música tal vez”.
Pasó entonces a la lista de No casarse y de nuevo apostó por la franqueza:
- Libertad para ir a donde uno quiera.
- Elegir si socializar y poder hacerlo poco.
- Conversación de hombres inteligentes en clubes.
- No estar obligado a visitar a familiares y a doblegarse por cada nimiedad.
- Evitar los gastos y la ansiedad de los niños (quizás peleas).
- Pérdida de tiempo.
- No poder leer por las tardes.
- Gordura y ociosidad.
- Ansiedad y responsabilidad.
- Menos dinero para libros, etc.
- Si se tienen muchos hijos, se obliga a ganarse el pan (es muy malo para la salud trabajar demasiado).
- Quizás a mi esposa no le guste Londres; entonces la sentencia es el destierro y la degradación a ser un tonto indolente y ocioso.
A pesar de que la lista de contras es más larga, al parecer la de pros tenía más peso, pues concluyó: Cásate QED (abreviación de Quod erat demonstrandum, una locución latina que significa “lo que se quería demostrar”).
Como quedó demostrado
Tras llegar a una conclusión, Darwin empezó con nuevas preguntas: “Habiéndose demostrado necesario casarse, ¿cuándo? ¿Pronto o más tarde?”. Le habían aconsejado hacerlo pronto, pues entre más joven, “el carácter es más flexible, los sentimientos más vivos y si uno no se casa pronto, se pierde mucha felicidad pura”.
Pero, la perspectiva de hacerlo lo aterraba. Anticipaba “un sinfín de problemas y gastos”, riñas al verse obligado a una vida social frívola y “pérdida de tiempo diaria”. Y no solo tiempo, sino también de oportunidades. “Nunca sabría francés ni vería el continente ni iría a América ni volaría en globo ni haría un viaje solitario a Gales, pobre esclavo”, escribió.
Cuando parecía que se estaba echando para atrás, sin embargo, cambió el tono: “Anímate. No se puede vivir esta vida solitaria, con una vejez aturdida, sin amigos, con frío y sin hijos”. A lo que agregaba: “No te preocupes, confía en el azar. Hay muchos esclavos felices”. El 11 de noviembre escribiría jubiloso en su diario: “¡El día de los días!”. Estaba celebrando que su prima Emma Wedgwood había aceptado su propuesta de matrimonio.
Aunque el “sí” de Emma era motivo de alegría, no lo era inesperado. Los Darwin y Wedgwood habían estado unidos por varias generaciones de matrimonios. Emma era la elección lógica para Charles y ambas partes, y sus familias, coincidieron en que serían la pareja perfecta.
Sin embargo, a Emma la propuesta la tomó por sorpresa, pues aunque ella “sabía cuánto le gustaba” Charles, pensaba que él solo la veía como una prima más. Pero, si hubiera considerado la posibilidad y hecho las mismas listas sobre la conveniencia de casarse o no con Charles, las de ella habrían sido distintas, como señala Helen Lewis, en la serie Grandes Esposas de la BBC. Soltera, no habría tenido ninguno de los consuelos al alcance de su primo. Nada de vuelos en globo ni viajes solitarios a Gales. Para una mujer, en esa época, al menos en papel, tener marido era definitivamente mejor que tener un perro. Dadas las circunstancias, ser la gran esposa de un gran hombre era una elección racional.
Mejor que un perro
Seis meses después, Emma y Charles Darwin se casaron. Forjaron lazos afectivos profundos, tuvieron diez hijos, una vida familiar cálida y permanecieron juntos hasta la muerte de Darwin, en 1882. Durante esos 43 años, Emma no solo copiaba y ponía en limpio los escritos de su esposo, sino que también usó su habilidad con los idiomas para traducirle e informarle sobre avances científicos.
Además, evitó que se derrumbara bajo el peso de su muy precaria salud y la angustia mental de ver a sus hijos sufrir ―uno tras otro con una regularidad abrumadora― enfermedades hereditarias y otras contagiosas. Creó el mundo sin fisuras que hizo posible la obra de Darwin, ocupándose de tantos detalles que habrían hecho interminable la lista de ventajas de tenerla a su lado.
Así podía fluir sin percances la rutina del naturalista descrita por uno de sus hijos: a las 7:00 am desayunaba solo, a las 7:45 am trabajaba hasta el mediodía, y luego de una caminata rápida por el jardín, almorzaba con su familia.
Terminados sus trabajos intelectuales del día, le pedía a Emma que le leyera una novela u otra obra literaria; luego otro paseo, algunos trámites y después, de 6:00 pm a 7:30 pm, Emma volvía a leerle antes de cenar. Todo lo que él quisiera se le proporcionaba a su gusto.
Tener un gran cónyuge significaba libertad para continuar con el trabajo sin distraerse con las interminables y aburridas tareas que constituyen la vida. Y pocas personas gozaron de condiciones más perfectas para la labor intelectual que los caballeros autores, científicos y artistas del siglo XIX y principios del XX. Podían realizarla sin interrupciones, excepto la llegada de tazas de café o té, o la aparición casi mágica de comidas a la mesa. Una gran esposa podía hacer muchísimo, algo muy cierto en el caso de Véra Nabókova.
Una historia de amor
Véra se sentaba a un lado del escenario cuando su esposo, el escritor Vladimir Nabokov, daba conferencias, para brindarle apoyo moral. También fue su agente, traductora, mecanógrafa, archivista, traductora, vestuarista, administradora de dinero, chofer y la primera lectora de todas sus novelas. Hasta dictaba sus clases en la universidad cuando él no podía asistir. Todo eso, mientras realizaba todos los deberes esperados de una esposa de su época, es decir, ser cocinera, niñera, lavandera y criada, aunque ella se autopercibía como una “ama de casa terrible”.
Y, por supuesto, lo acompañaba a coleccionar mariposas, criaturas que lo apasionaban desde que tenía 5 años y que viajaba a buscar, admirar y estudiar con ahínco. Cuando Nabokov se hizo tristemente célebre tras la publicación de “Lolita”, una novela sobre un hombre que desea a una niña de 12 años, cuentan que Véra llevaba una pistola en su bolso, lista para enfrentarse a cualquier posible asesino.
El de ellos fue un gran amor. Se conocieron en un baile en Berlín en 1923. Véra llevaba una máscara de satén negro y le recitó a Vladimir algunas de sus poesías. Él escribió más tarde: “Es como si en tu alma hubiera un lugar preparado para cada uno de mis pensamientos”.
Cautivado por el feroz intelecto de Véra, su independencia, su sentido del humor y su amor por la literatura, escribió su primer poema para ella después de haber pasado apenas unas horas en su compañía.
Estuvieron casados 52 años, durante los cuales ella recibió algunas de que se consideran las mejores cartas de amor de la historia, recopiladas en el libro “Cartas a Véra”. “Sí, te necesito, mi cuento de hadas. Porque eres la única persona con la que puedo hablar de la sombra de una nube, de la canción de un pensamiento, y de cómo, cuando hoy salí a trabajar y miré a un girasol enorme a la cara, me sonrió con todas sus semillas”, se lee en una de ellas. Sin embargo, no todas las grandes esposas de genios tuvieron la misma suerte.
La guerra sin paz de los Tolstói
En 1889 el autor ruso León Tolstói publicó una novela corta llamada La sonata a Kreutzer, un vehículo apenas disimulado para la filosofía moral que había desarrollado durante la década anterior. A esas alturas ya había creado su propia versión del cristianismo, había renunciado a su título aristocrático y había hablado mal de sus novelas anteriores. Llamó a Anna Karenina una abominación y se empezó a vestir como un campesino.
En La sonata a Kreutzer, el narrador comparte un viaje en tren con un hombre que se burla de la idea de casarse por amor, diciendo que se arrepiente de todas sus relaciones amorosas con mujeres. El problema con las mujeres, decía, es que hechizan a los hombres con su ropa y sus cuerpos. Ellas “guardan como esclavos sujetos a un duro trabajo a las nueve décimas partes del género humano. Y todo porque se las ha humillado, privándolas de derechos iguales a los nuestros. Y entonces se vengan explotando nuestra sensualidad y atrapándonos en sus redes”, decía.
El personaje principal de Tolstói está desgarrado por los celos, pues sospecha que su esposa está enamorada de un violinista guapo. La novela puede leerse como una reprimenda pasivo-agresiva a la esposa de Tolstói, Sofía, que tenía una intensa relación con el profesor de música de la familia. El autor podía estar seguro de que Sofía recibiría el mensaje pues era ella quien copiaba a mano sus manuscritos.
Los Tolstói tuvieron una relación complicada. La vida de Sofía estaba dominada por la carrera de su esposo, las responsabilidades domésticas y la administración de los bienes y asuntos que le correspondían como conde. Y siempre apoyó las ambiciones literarias de su marido.
Él le pedía comentarios y la consultaba sobre los detalles. Ella incluso fue gestora del inmenso proyecto de publicar sus obras completas y de gestionar los asuntos legales y administrativos que esto conllevaba. Llegó a copiar uno de sus manuscritos siete veces a mano y mandó a hacer una mesa especial para poder seguir trabajando cuando estaba confinada a la cama después de sus 13 partos. Se trata de obras como La guerra y la paz, que tiene unas 600.000 palabras. De hecho, Tolstói escribió cuatro grandes novelas, alrededor de una docena de novelas cortas y al menos 26 cuentos, entre otros textos.
Para cuando La sonata a Kreutzer se publicó, la relación con su esposo era tensa, en parte porque el gran autor pasaba cada vez más tiempo con el joven aristócrata Vladímir Chertkov. Él llenó al autor de ideas contra su esposa y alentó su interés por el anarquismo.
Así, cuando Tolstói renunció a todos sus bienes terrenales, considerándolos corruptos, le tocó a Sofía asegurarse de que sus hijos no murieran de hambre. Se hizo cargo de la publicación de sus novelas y le suplicó al zar y a la Iglesia Ortodoxa que dejaran de prohibir sus libros por censura. Chertkov le dijo a Tolstói que estas consideraciones comerciales demostraban que era una burguesa traicionera.
El 28 de octubre de 1910, Tolstói se fue de la casa, dejando una nota fría explicando que finalmente estaba demostrando su compromiso con sus creencias filosóficas. Habían estado casados durante 48 años. Sofía tardó más de una semana en localizar a su marido en una estación de tren donde el escritor de 82 años se estaba muriendo, rodeado de fans y discípulos. Su muerte se convirtió en un acontecimiento mediático.
Pero, hasta los últimos minutos, a Sofía la mantuvieron alejada del lecho de muerte de Tolstói. Unos años antes, Sofía había escrito: “He servido a un genio durante casi 40 años cientos de veces. He sentido mi energía intelectual agitarse dentro de mí y todo tipo de deseos, y una y otra vez he aplastado y sofocado todos esos anhelos”. “Todo el mundo pregunta: ‘Pero, ¿por qué una mujer inútil como vos ha de necesitar una vida intelectual o artística?’ ―continuaba―. A esa pregunta no puedo más que responder: ‘No lo sé, pero suprimirlo eternamente para servir a un genio es una gran desgracia’”.
*Gran parte de este artículo es una adaptación del episodio Thanks for Typing de la serie Helen Lewis: Great Wives de la BBC
Garabateó unas notas en lápiz en las que mencionaba los beneficios de vivir solo y las limitaciones que implicaría no hacerlo En las redes